Teresa Rodríguez LUIS GRAÑENA
La semana de la llegada de la extrema derecha a las instituciones deja muchas preguntas en el aire. La más interesante de ellas es ¿qué carajo le pasa a la izquierda? Tal vez lo único que le pasa, aunque siempre se la acuse de lo contrario, es su amor por las tradiciones.
Una tradición bien arraigada en la izquierda, la principal quizá, es el infantilismo, como recuerda cada vez que puede –y bien que hace– el expresidente de Uruguay, Pepe Mujica. La izquierda, como niño eterno en edad caprichosa, se queda en casa si el momento social no ha conseguido emocionarla lo suficiente. Que me den épica o que me dejen tranquilo, dice el niño, sabiendo de sobra –ya tiene una edad el nene– que la épica no es siempre posible, ni todos los sueños abarcables aquí y ahora. Otra tradición de la izquierda –consecuencia lógica del infantilismo– es el debate, eterno y ombliguista después del descalabro. Ahora, de forma extraordinaria, toca revisarlo todo, como siempre. Cómo es posible que, teniendo la razón, un porcentaje importante de la población haya elegido opciones políticas de extrema derecha. ¿Habrá sido culpa de la abstención?, se pregunta fumando en pipa el intelectual de izquierdas que se quedó en el sofá el día que había que bajar a votar. ¿Habrá sido culpa de los medios de comunicación, que le han dado extrema visibilidad a un partido de extrema derecha que era ayer minoritario? ¿O será culpa de los que los han silenciado, provocando el efecto contrario? Desde luego, dicen los debatidores eternos, habrá sido culpa de la propia izquierda –hacer autocrítica es la forma más eficaz de conseguir el debate eterno–, incapaz de articular propuestas transversales que blablablá. ¿Será que hemos elegido las instituciones sin estar en las calles? ¿O habrá sido al revés, que de tanta calle damos poca confianza institucional? Debatamos: cuál es la prioridad ahora, ¿parar al fascismo –cómo se para algo que llega en forma de persona normal votando barbarie en una urna– o reconstruir –otra vez– la propia izquierda?
La tercera tradición de la izquierda es la de no reconocer al otro que dice serlo. ¿Cómo se va a poner la izquierda de acuerdo en unos mínimos si no se aclara sobre quién lo es? Ahora la derecha pagará la fragmentación del voto, predijeron algunos al ver por primera vez en el lado diestro más partidos que a la izquierda y no habían acabado sus predicciones cuando la escena de PP, Ciudadanos y Vox fundiéndose en un abrazo fraternal y exitoso le daba la vuelta al mundo.
Quizá la izquierda, políticos, militantes y simpatizantes, debería probar un cambio de estrategia: mandar a la mierda las tradiciones. Quizá la izquierda necesita dejar de lado la épica para enamorarse de lo efectivo. Aceptar que no se acerca uno a la urna para cambiar el mundo, sino para que no le cierren el ambulatorio del barrio. Aceptar que esto no va de sueños sino de –hay tanto que aprender de la derecha– aburrida realidad. Quizá los lemas electorales de la izquierda no deberían de, nunca, ir más allá de “recuerda levantarte de la cama el domingo”. Quizá la izquierda debería perderse menos en pajas autorreferenciales y debatir sobre la sociedad, esa cosa fea y con aristas que no siempre se mueve a golpe de ética ni de sueños. Y quizá la izquierda tendría que enterrar de una vez esa tradición que la lleva a sentirse mejor cuanto más pura sea, es decir, cuanto menos útil sea. Ponerse objetivos realistas –no los hay, no hay norte– que se cumplan a medio plazo y dirigirse hacia ellos, sin guerras internas y egos. Sería una buena forma de empezar.
Fuente: ctxt.es
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